El sollozar perpetuo, aún en silencio, era evidente. El dolor, no tan solo el físico, que aún siendo importante, era el que ahora apenas importaba.
El ultraje de un alma perdida bajo la soledad inhóspita de los gritos en silencio. El susurrar de pensamientos destructivos como amores equívocos se hacía más vivo a cada segundo en cada instante.
Aquel suelo frío sujetaba aquel cálido pero casi inerte cuerpo. Era apenas lo único firme que quedaba de aquello, ni la más fuerte de las almas podría no haber perecido ante tan horripilante suceso.
Los chirridos de una voz aguda se oían como venidos de ultratumba, en ellos se notaba el desespero y la algarabía de alguien que pide ayuda.
Los vestigios de lo que antes fue desaparecieron y ahora solo vestigios de lo que no puede ser quedaron.
El intento de dejar la mente en blanco se hacía más débil por la fuerza con que golpeaban los recuerdos. Tan sólo eran horribles cosas y lo único que conseguían era hacer que el llorar desde el sentimiento se mantuviera firme. Más y más firme.
El chillido aún continuaba y ante la necesidad de saciar a un niño como una buena madre ella se levantó con las pocas fuerzas que tenía y se acerco hasta la habitación de su hijo a duras tientas ya que apenas podía ver por culpa del reflejo de su sino.
Las magulladuras eran dolorosas como aquellos golpes que su ego recibió en aquel momento. Disminuido hasta el más mínimo atisbo de alegría que en ella había, tan solo le quedaba alguna que otra esperanza.
Así pues, llegase ella donde su hijo, se acerco, y aún del todo adolorida lo cogió entre sus brazos y como si tal despedida lúgubre de un ser querido en campo de cipreses aquello recordaba. Cierto es que algo lentamente fue muriendo en su seno y recuperable no era pues ya que ni el olvido podría curar tales heridas.
Lo tierno y triste de aquella escena hubiera hecho palidecer hasta al más frío ser de este inmundo planeta. Que pena que aquello, llamemosle bestia, que provocó tan inmemorable escena no estuviese allí para llorar con ella.
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